Como evidencia la experiencia de Europa del Este, transitar desde una economía planificada a una de mercado no es una tarea sencilla; ahora bien, esa reforma se convierte en imposible cuando quien debe impulsarla ni siquiera la desea. Esta enseñanza forma parte de la amarga experiencia acumulada por los países europeos en su más reciente relación con Cuba.
En el comienzo de los 90, cuando Cuba pasaba por uno de sus momentos más críticos, el llamado período especial, diversos países europeos pusieron en marcha iniciativas para ayudar al tránsito de la isla hacia una economía de mercado. Conocidas las dificultades del cambio político, se pensaba que la reforma económica podía no sólo mejorar las condiciones de vida de los cubanos, sino también facilitar la transición política hacia formas más democráticas de gobierno. Algunas decisiones de las autoridades cubanas parecían anticipar ese propósito: la legalización de los mercados campesinos para mejorar el aprovisionamiento alimentario de la población, la regulación de la inversión extranjera para reactivar la industria, la permisividad frente a algunos negocios por cuenta propia, entre ellos los restaurantes familiares (los famosos paladares) o, en fin, el despliegue del turismo parecían ir en esa dirección.
Pronto se advirtió, sin embargo, que no se trataba más que de medidas obligadas por el dramático momento de la economía cubana. Una economía con alta dependencia importadora, no sólo en el ámbito energético, sino también en toda una amplia gama de productos semielaborados y ciertos bienes finales, incluidos alimentos. El desarrollo del sector turístico, con la activa implicación del capital extranjero, y el recurso a las remesas familiares de la diáspora otorgaron a la economía cubana un cierto alivio a mediados de los 90, proveyéndole de las divisas que requería para su abastecimiento básico. Como consecuencia de la mejora, se revirtieron buena parte de las reformas antes emprendidas.
Se iniciaba así el rigodón que, desde entonces, caracteriza la reforma económica en Cuba. Con avances y retrocesos, de acuerdo con el signo del ciclo económico: en los momentos de mayores agobios, se acometen reformas que alivian la situación; en los momentos de bonanza, se desmonta lo hasta entonces avanzado. El último ejemplo de este proceder lo proporciona el proceso de descentralización empresarial, que pretendía otorgar mayor autonomía a los gestores y directivos de las empresas. Hace apenas un año, el proceso se detuvo y se dio marcha atrás, hacia una nueva centralización, poniendo fin al llamado proceso de «perfeccionamiento empresarial».
A nadie debe sorprender esta dinámica. Fidel Castro se encargó de decir a cuantos quisieron escucharle que no le gustaban las reformas. Las aceptaba cuando no había otro remedio; y siempre como respuestas tácticas y perecederas, no como parte de una opción estratégica. Por eso, su vigencia quedaba condicionada a la perdurabilidad de las condiciones que las habían motivado.
En la actualidad, la economía cubana está en una mejor situación que en el pasado. La alianza con Venezuela le ha permitido aliviar sus carencias energéticas; y la mayor implicación inversora de China le ofrece la posibilidad de un socio con menores miramientos políticos. La economía parece estar creciendo, aunque no a los ritmos que indican las autoridades; se han acometido ciertas inversiones en infraestructura, como la energética, que estaba completamente obsoleta; y, aunque los datos oficiales tienen limitada fiabilidad, parecen confirmar la existencia de una más cómoda situación de balanza de pagos. A ello ha contribuido la recuperación de la producción de níquel, que se benefició de la inversión tecnológica canadiense, el mantenimiento de las ventas de tabaco y el incremento de las exportaciones de servicios. Las rentas del sector turístico, que se presentaban hace un lustro como prometedoras, no han progresado al ritmo esperado, en gran medida como consecuencia de la elevación de precios en Cuba. A cambio, han progresado los ingresos por otros servicios, como los que derivan del envío de médicos y maestros al exterior y de la prestación internacional de servicios médicos y quirúrgicos en la isla.
El desarrollo de este tipo de servicios ha llevado a algunos economistas cubanos a asociar el futuro de la isla al de una economía especializada en servicios de conocimiento. La reciente creación de una universidad especializada en tecnologías de la información y las telecomunicaciones se orienta en esa dirección. No obstante, es imposible desconocer que buena parte de la actividad a la que se alude descansa en la explotación de mercados cautivos (es el caso de Venezuela), que son altamente vulnerables a los cambios en las condiciones políticas que los generaron.
En síntesis, era impensable que con un Fidel Castro activo y consciente se hubiera podido producir un efectivo proceso de reforma económica en la isla. La evidencia de estos tres últimos lustros debe ser suficiente para convencer al más ingenuo. Ahora bien, ¿puede cambiar esta situación en caso de que Raúl asuma el poder de forma plena? Es difícil sentirse seguro dada la opacidad del régimen, pero no cabe descartar esa posibilidad. Dos son las razones que amparan ese juicio. La primera es de orden político: Raúl carece del carisma y de la autoridad política de Fidel, por lo que necesariamente debe hacer descansar su legitimidad de gobierno sobre nuevos factores: pilotar una reforma ordenada en el ámbito económico puede ser uno de ellos. Máxime si se tiene en cuenta el embolsamiento de expectativas de cambio que hay acumuladas en una parte de la sociedad cubana.
La segunda razón apela a la historia: ha sido en el ámbito de la responsabilidad de Raúl Castro donde, en el pasado, se pusieron en marcha alguna de las reformas económicas más importantes. Desde el Ministerio de las Fuerzas Armadas, Raúl Castro creó uno de los holding empresariales más activos y poderosos de Cuba. Fue en ese ámbito donde se ensayaron iniciativas empresariales con el concurso del capital extranjero; y en donde se inició también el plan de «perfeccionamiento empresarial», que está en la base del proceso de descentralización hoy paralizado. No es que Raúl sea un reformista, pero demostró altas dosis de pragmatismo en el pasado, al menos en el ámbito económico. Existe, pues, la posibilidad de que el relevo en el mando vaya acompañado de una cierta reactivación de la reforma.
Ahora bien, el ritmo y perdurabilidad de ese proceso dependerá muy sustancialmente de cómo se desarrolle la variable política. No es fácil trasladar a Cuba transiciones asimétricas, como las de China y Vietnam. En parte, porque la isla es demasiado pequeña para crear islotes de mercado, como en China; y, en parte, porque se han demorado demasiado las reformas como para que ahora se admita, sin resistencia, un proceso excesivamente gradualista, como en Vietnam.
En todo caso, si la variable política no complica el proceso, Cuba reúne condiciones sobradas para un tránsito exitoso al sistema de mercado. Es una economía bien situada, provista de una generosa dotación de capital humano y con ciertas capacidades tecnológicas. Tiene la posibilidad de un rápido recurso a divisas tanto a través del aprovechamiento más pleno de la capacidad instalada en el sector turístico como de la apelación a las remesas familiares, hoy reprimidas por la normativa norteamericana. Y, en fin, dispone de una masa de inversores, parte de ellos en la diáspora, con recursos y experiencia, que están a la espera de señales de cambio económico en la isla. Nada de esto garantiza el éxito, pero es mucho más de lo que tuvieron buena parte de los países que vivieron procesos similares en el pasado.
José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada y director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI).
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