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| El Papa Juan Pablo II saluda al líder Fidel Castro tras su llegada a Cuba. Fue una visita histórica, en la cual su Santidad se mostró muy contento por el cariño de miles de fieles. |
Se cumplen hoy -y a lo largo de toda esta semana- diez años de uno de los hitos político-religiosos más importantes del siglo XX: la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba.
El motivo inmediato que convirtió a este acontecimiento en un hito es el haber sido la primera visita de un Papa a la isla desde que la revolución de Fidel Castro tomó el poder, en 1959. Pero, obviamente, la trascendencia del hecho no se limitaba a su cualidad de inédito, sino que radicaba esencialmente en sus implicaciones más concretas: la posibilidad de que el régimen castrista modificara alguna de las premisas sobre las que se estructuraba la relación entre la política y la Iglesia (cuya participación en la vida pública había sido prácticamente anulada desde la asunción de Castro).
Se trataba, entonces, de una nueva edición del clásico conflicto entre Religión y Estado. Pero, aquí también, el acontecimiento trascendía este marco, ya que la figura del Papa no solo representaba a la Iglesia católica sino además ciertos principios básicos de la política occidental, contrarios a las prácticas del régimen castrista. Por eso, por un lado la apertura hacia la Iglesia podía ser también una apertura política, podía ser el comienzo de una nueva orientación en el gobierno del país. Pero, por otro, sobre el régimen pesaba la amenaza de que se lo criticara públicamente, frente a una audiencia mundial y con el apoyo de la autoridad moral del Papa. Y esta amenaza implicaba otra aún mayor: la de tener que responder.
Por todos estos motivos, durante los cinco días que duró la visita, todo el planeta centró su atención en la pequeña isla caribeña, a la expectativa de cualquier suceso capaz de quebrar el rígido orden impuesto por las autoridades políticas, de cualquier hecho que pudiese marcar una inflexión en el destino del país.
A diez años de este acontecimiento histórico, La Prensa ofrece aquí un repaso de sus dichos y hechos más relevantes.
Antecedentes y números
La posibilidad de que el Papa visite Cuba se había insinuado por primera vez en el año 1979, cuando los obispos cubanos le sugirieron al Vaticano que el Pontífice hiciera una escala en la isla antes de dirigirse a Méjico. La escala se hizo finalmente en las Bahamas, y la visita a Cuba quedó indefinidamente postergada.
Recién en 1996 la oportunidad se presentó nuevamente, pero esta vez de la mano del propio Castro. Durante la Cumbre Mundial de Alimentos, a este se le concedió una audiencia personal con el Papa y fue entonces que recibió la invitación del líder cubano. Después de casi dos años y de complejas negociaciones, el Papa Juan Pablo II finalmente llegó a Cuba el 21 de enero de 1998.
A lo largo de cinco días, el Papa visitó y dio misas en las ciudades de La Habana, Santa Clara, Camagüey y Santiago de Cuba; se reunió con distintos sectores de la Iglesia y de la sociedad cubana y pronunció 13 discursos en total. La celebración de las misas fue todo un hito en sí: desde 1959 que se las había confinado al interior de los templos, y con la llegada del Papa se pudieron celebrar al aire libre por primera vez en 39 años. Las procesiones religiosas pudieron franquear su prohibición legal y exhibir sus símbolos en público. Este indicio de cambio sobre la práctica de la religión en el país no era el primero: el Vaticano había conseguido, como parte de las negociaciones, que el Estado permita la celebración de la Navidad de 1997 y decrete un feriado ese 25 de diciembre después de que éste fuese suspendido en 1970.
Los movimientos del Papa fueron seguidos por unos 3000 periodistas de más de 450 medios de casi 50 países. Estas cifras dan una idea de la importancia del acontecimiento así como de la visibilidad a la que había decidido exponerse el régimen.
EL MENSAJE DEL PAPA
En cada uno de sus discursos Juan Pablo II enfatizó un tema distinto, siempre acorde a la situación en la que se encontraba, y así fue cubriendo los varios aspectos del mensaje que la Iglesia quería dar a la sociedad en general y a Cuba en particular.
Fueron estos los momentos más significativos y cruciales de toda la visita. Cada homilía iba articulando elípticamente la discusión -tácita y obvia- entre los principios del régimen castrista y las diversas críticas que los cubanos no podían (ni pueden) pronunciar en público. El Papa fue tratando distintos temas que, a la vez que señalaban las faltas de la política de Castro, exigían con prudencia un cambio.
Ya en el discurso que dio en La Habana durante la ceremonia de su llegada, el Pontífice expresó su esperanza de ‘‘que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba’’.
Lo que pide la primera parte de la oración es la ampliación de la libertad para que los ciudadanos cubanos puedan expresarse y proyectarse al resto del mundo; esto puede implicar desde la libertad expresión hasta -en un nivel muy concreto- la libertad para viajar fuera del país. Este último punto fue retomado en su discurso de despedida cuando juzgó que el ‘‘el pueblo cubano no puede verse privado de los vínculos con otros pueblos’’ ya que ‘‘el aislamiento repercute de manera indiscriminada en la población, acrecentando las dificultades de los más débiles’’.
La segunda parte se refiere a un tema que luego trataría con mayor detalle: el embargo de Estados Unidos. Este fue el único argumento con el que Papa equilibró su posición crítica frente a la política del régimen: se sumó -a su manera- al imperecedero y polivalente reclamo que Castro repitió por tantos años. La referencia más concreta fue en su ‘Mensaje a los Jóvenes cubanos’, el 23 de enero en Camagüey, cuando dijo que “los embargos económicos son siempre condenables por lesionar a los más necesitados”. Por más breve que fuese la mención, resultaría ser un punto muy importante en el desarrollo futuro de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.
El Papa extendió su crítica al capitalismo en general: en el último día de su viaje, durante la Celebración Eucarística en la Arquidiócesis de La Habana, dijo que el “neoliberalismo capitalista subordina la persona humana y condiciona el desarrollo de los pueblos a las fuerzas ciegas del mercado, gravando desde sus centros de poder a los países menos favorecidos con cargas insoportables”. Juzgó que la lógica capitalista lleva al “enriquecimiento exagerado de unos pocos a costa del empobrecimiento creciente de muchos, de forma que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. Criticar al capitalismo no era un gesto hacia al régimen castrista, sino una honesta expresión de la neutralidad política del mensaje episcopal. Esta neutralidad es la que reforzaba la legitimidad e importancia de su reclamo al gobierno de la isla: sus ideas no respondían a intereses ajenos sino propios, y de esa manera se volvían invulnerables a la típica objeción de Castro: de una u otra manera, las críticas son todas elaboradas y promocionadas por el gobierno norteamericano.
Además del pedido general de mayor libertad para el pueblo cubano, que repitió en varias ocasiones, el Papa trató temas más específicos. Señaló la necesidad de una mayor libertad religiosa y, en particular, de que la Iglesia cubana pudiese ocupar “el lugar que por derecho le corresponde en el entramado social donde se desarrolla la vida del pueblo, contando con los espacios necesarios y suficientes para servir a sus hermanos”. El reclamo refería a las constricciones bajo las que se encontraba la Iglesia en Cuba, que no podía acceder a los medios de comunicación, tenía dificultades para comprar insumos del Estado, y a la que le estaba prohibido recibir a religiosos extranjeros. En el momento de la visita del Papa, Cuba -con 11 millones de habitantes- contaba con 688 iglesias atendidas por apenas 450 monjas y unos 280 sacerdotes.
Otro reclamo -acaso el más puntual y por eso el más delicado- fue por los presos políticos. A ellos se refirió el Pontífice en su visita al Santuario de San Lázaro, en La Habana, diciendo que “el sufrimiento no es sólo de carácter físico”, sino que “existe también el sufrimiento del alma, como el que padecen los segregados, los perseguidos, los encarcelados por diversos delitos o por razones de conciencia, por ideas pacíficas aunque discordantes”. “Estos últimos sufren un aislamiento y una pena por la que su conciencia no los condena, mientras desean incorporarse a la vida activa en espacios donde puedan expresar y proponer sus opiniones con respeto y tolerancia”. El Vaticano ya había hecho un pedido expreso y formal para la liberación de algunos prisioneros políticos, cuyo número se estimaba en 500. El cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado del Vaticano, entregó una lista con los nombres de aquellos prisioneros cuya libertad juzgaban más urgente o posible. El pedido fue presentado no como una “amnistía general”, sino como “una petición humanitaria para la liberación de los presos políticos”.
De todos estos momentos en los que el Papa expresó las posturas más conflictivas y problemáticas para el régimen, el más intenso y elocuente sucedió sin duda en la Plaza de la Revolución el 25 de enero, el último día de la visita. Esta ocasión fue la que convocó al mayor número de fieles -varios cientos de miles- y en la que el Papa hizo su defensa más enfática de la libertad religiosa, pero la situación se destacó por un acontecimiento particular: En un determinado momento de su discurso, desde la multitud empezó a surgir un rumor, una coreo incierto que fue tomando forma y volumen a medida que se multiplicaba entre el público. Las voces de miles de espectadores articularon entonces una sola palabra, oculta, precisa y unívoca: “¡Libertad! ¡Libertad!”. El grito creció hasta tapar la voz del Papa, pero pronto se fue extinguiendo gradualmente hasta quedar flotando en un silencio resignado.
Acaso haya sido este el momento que expresó con mayor fuerza y sencillez el sentido de la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba. En su figura se encarnaba el anhelo trascendente e inextinguible de miles de cubanos; su mensaje podía coincidir con el de muchos otros, pero en él se presentaba en la forma más pura e inapelable. Fue en ese momento que el régimen enfrentó su mayor riesgo: ser desautorizado masivamente por su propio pueblo y frente a una audiencia planetaria. Pero al contrario de lo que sucedió con Ceausescu.
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