Oscar Mario González
LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Cada día, y por razones
obvias, son menos los cubanos que recuerdan la bondad y el goce de
aquellas noches del 24 de diciembre. No existía fecha del año más apetecida
que aquella cuya amorosa presencia convocaba a toda la familia cubana;
al religioso y al no creyente, al comunista y al liberal, al pobre y
al rico, al negro y al blanco. Todos celebraban la nochebuena.
Fiesta de raíz cristiana había calado en lo más hondo de nuestro pueblo
con una presencia de casi cinco siglos. Entre las probables desgracias
e infortunios de la patria podían concebirse huracanes devastadores,
inundaciones, plagas y epidemias, pero nadie imaginó nunca que un día
los cubanos estuvieran impedidos de celebrar la nochebuena. Evidentemente
el comunismo es mas dañino que lo que pudieron describirlo las
Selecciones de Reader’s Digest, la revista Life, la Bohemia de Miguel Ángel
Quevedo o el diario Prensa Libre de los hermanos Carbó.
En la campiña cubana era el día en que sólo hallaban cabida la
amistad y el cariño familiar. Amistad limpia entre vecinos y compadres sin
el empañamiento ocasionado por el Comité de Defensa y su promoción de la
chivatearía. Familia intacta en el número donde la tristeza por el
familiar en el extranjero estaba ausente del corazón y ni siquiera ese
oculto sentido del presentimiento daba indicios de un probable
desgajamiento del árbol familiar.
Para tal ocasión se abrían las talanqueras y las puertas del hogar
guajiro, a modo de facilitar el saludo navideño y reciprocarlo con un
trago de aguardiente o de ponche, especialmente preparado para congratular
al visitante. El gentío colmaba los caminos, los trillos y las
guardarrayas en una procesión de sombreros, guayaberas y pantalones de dril.
Al cantío del gallo le sucedía el grito angustioso del lechón. Sobre un
manto de ardientes tizones y ramas de guayabo tierno giraba la puya,
provocando un incesante goteo de grasa cuyo chirriar se unía al crujir
del carbón y elevaba cortinas de humo con aroma de adobo de naranja
agria, ajo y comino.
La guitarra y el laúd se unían al trino del sinsonte y del jilguero
sobre un fondo arrullador del batir de palmas y el ondear de los
cañaverales, mientras el arroyuelo susurraba entre flamboyanes, yagrumas y
jagüeyes.
Pero el momento más sublime venía con el viento fresquito de la noche y
con la luz de la luna, en torno a una mesa y a una cena encabezada
por el abuelo seguido de hijos, nietos, nueras y yernos.
La pollada de dormir tempranero dejaba al gato y al perro dueños de
los sobrantes y los muchachos se disputaban el rabo del puerco. La
lechuga y el tomate de ensalada acompañaban al congrí, mientras algunos
preferían enrollar el cacho de masa en el casabe. La yuca empapada en mojo,
el fufú de plátano verde y pintón o los tostones según las
preferencias de los presentes. Sobre el hule floreado que cubría la mesa una
botella de ron y champola de tamarindo, guanábana o mamoncillo para los
menores y las mujeres.
Era la noche de la nochebuena donde aflojaba la rectitud del padre y el
abuelo y el muchacho veinteañero se atrevía a fumar un cigarrillo o a
tomar un trago de licor en presencia de ambos porque, definitivamente,
la nochebuena era única en el almanaque y el dicho decía que “una vez
al año no hace daño”.
12/24/2007
¡Que buena es la nochebuena!
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